sábado, 16 de enero de 2010

¿Quién controla las calles de Río? (VI)

La policía de Río de Janeiro no dispone de suficientes hombres ni de recursos para tener el control de las favelas.


Una noche, mientras esperaba para encontrarme con Fernandinho di un paseo por los suburbios del norte de la ciudad en compañía de un hombre a quien llamaré Célio, un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales. Ahora trabajaba con una unidad de bomberos que se encargaba de recoger en un vehículo llamado un Ravecão los cuerpos encontrados en las calles. (Más tarde Célio me dijo que ese día se habían recogido cuarenta y ocho cuerpos con su Ravecão).

Me llevó por un barrio donde las calles pavimentadas se convertían en calles destapadas. Allí encontramos un grupo de uniformados trabajando a la luz del farol, sacando con dificultad un cuerpo del baúl de un auto, dado que ya presentaba rigor mortis. Un auto llegó tras nosotros, hombres y mujeres se bajaron de él, eran los familiares del muerto. Una de las mujeres salió del auto para identificar el cuerpo. Era de un hombre joven, y lo único que llevaba puesto eran calzoncillos rojos. Al levantar el cuerpo un chorro de sangre salió disparado de una herida en la espalda, probablemente cerca del pulmón. Había recibido más impactos de bala en la cabeza; sus manos y pies estaban fuertemente atados con alambre plástico detrás de su espalda. Había sido ejecutado hacía tres horas.

Juzgando por su apariencia y la manera como había sido asesinado, posiblemente se trataba de un narcotraficante. Era tan probable que sus ejecutores fueran miembros de uno de los escuadrones de muerte organizados por la policía o los bomberos, es decir colegas de Célio, como que fueran traficantes.

Beto, un miembro de la fuerza civil policíaca de Río, admitió que la policía ejecutaba criminales. Levantó sus manos en señal de súplica diciendo, “es porque somos hombres; tenemos sentimientos; estos tipos nos disparan.

Se han presentado ocasiones en las cuales he salvado vidas. He visto a uno de mis amigos —aquí Beto hizo unos movimientos indicando como un policía ejecutaba a alguien— y le he dicho, ‘no lo hagas, déjalo así. Vámonos’. En otras ocasiones no he podido hacerlo. Usted sabe, hay momentos en que simplemente no se puede. Además, honestamente hay ocasiones en las que no he querido, en las que no me importa”.

Durante uno de los recorridos diurnos en los que acompañé a Beto, éste mantuvo su pistola desenfundada y escondida entre sus piernas. Su placa era el equivalente a un “certificado de muerte”, si los miembros de una banda la encontraban lo matarían. Los gánsteres consideraban marginalmente mejor a los diez mil miembros de la policía civil, que a los cuarenta mil policías militares. “Los MP son en realidad criminales, inexpertos y corruptos”. En cuanto a su situación, me dijo, “puede que se detengan a pensar un momento, pero igual me matarían”.

En marzo de 2005 en un barrio pobre al norte de Río veintinueve civiles fueron asesinados a manos de policías fuera de servicio. La policía llevó a cabo esta masacre como protesta por el arresto de otros policías quienes habían sido filmados mientras se deshacían de los cuerpos de otros a quienes habían asesinado. Igualmente se han presentado ataques coordinados en contra de la policía. En diciembre de 2006 los líderes del Comando Rojo ordenaron a sus pistoleros causar el mayor desorden posible en la ciudad. Las estaciones de policía fueron atacadas con armas automáticas y granadas; una docena de buses fueron incendiados; y al menos diecinueve personas perdieron la vida.

El concejal Alfredo Sirkis me dijo, “la policía recibe dinero de las bandas de las favelas como protección, aquellos que no reciben pago van y asesinan a todos y le entregan la operación a otra banda. La policía tiene un acuerdo de exterminio con las bandas”.

El problema, según Sirkis, es que la policía no recibe suficiente remuneración por parte del Estado. Me explicó que, “sin excepción, todos los policías tienen un trabajo adicional. Los policías trabajan veinticuatro horas y descansan setenta y dos, no hay continuidad ni rutina profesional. No hay patrulleros de a pie, ni contacto con la comunidad civil, simplemente patrullan desde sus automóviles. El setenta por ciento de los policías asesinados se encontraban fuera de servicio. ¿Qué le dice esto?”.

Sirkis continuó explicando cómo hacía treinta años, “era raro que los bandidos asesinaran un policía; y si lo hacían no lograban escapar de la justicia. Ahora no se respeta la policía, son vistos como rivales de un mismo negocio, por lo tanto, los bandidos los asesinan”.

Sirkis opina que lo primero que debe hacerse es “terminar con el control por territorios dentro de la ciudad por parte de las bandas. Regresar a como es en otras ciudades, donde los narcotraficantes venden su producto en las esquinas pero no controlan un territorio. Esto no es difícil de lograr, pero no puede hacerse simplemente mejorando la policía”.

En julio hablé con Allan Turnowski, el nuevo jefe de la policía civil de Río. Le pregunté si la situación de seguridad en la ciudad era considerada como una calamidad.

“¿Calamidad? No, de ser así no tendría vuelta atrás, y por el momento sí podemos. Esto aún no es ni Bagdad ni México. Tenemos la capacidad para controlar cualquier parte de la ciudad que deseemos. El problema es que no podemos quedarnos para terminar la labor”. Turnowski habló entusiastamente acerca de la campaña para combatir los nexos entre la policía y las milicias; sus planes para aumentar el número de oficiales; y su esperanza de mejorar las condiciones de entrenamiento y salarios para su personal. Hizo mención de una favela, Santa Marta, la cual recientemente había sido saneada y protegida gracias a la inversión en infraestructura por parte del gobierno, la cual estaba planteada como modelo para el futuro. Le indiqué que era sólo una favela de las miles que permanecían sin atención. Asintió con la cabeza diciendo, “tomará tiempo”.

Espere el sábado la séptima entrega: “Una cita con Fernandinho”.

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