lunes, 3 de agosto de 2009

Renace el caudillismo en América Latina

La caterva reeleccionista en tiempos anteriores al 1º. de marzo de 2008, cuando el ejército de Colombia dio de baja a alias Raúl Reyes en suelo ecuatoriano, episodio tras el cual estalló la crisis entre ambas naciones y se extendió hacia el sur --Bolivia, Paraguay y Venezuela-- y hacia el Caribe, con Nicaragua. De izquierda a derecha, sentados, Hugo Chávez (Venezuela), Evo Morales (Bolivia) y Rafael Correa (Ecuador), que hablan de modo confidencial; Álvaro Uribe (Colombia), quien parece hacerse el desentendido, y el heredero al trono español, el príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, quien se limita a aplaudir alguna frase del protocolo durante una cumbre de mandatarios iberoamericanos.

El presidente nicaragüense Daniel Ortega escogió la fiesta por los 30 años del triunfo de la revolución sandinista que derrocó a Anastasio Somoza, hace algunos días, para anunciar ante miles de seguidores que planea cambiar la Constitución para ser reelegido en 2011. No lo detuvo que cada vez más observadores lo comparen con el dictador que ayudó a deponer hace tres décadas, que muchos sandinistas lo consideren un traidor por aliarse con la derecha más recalcitrante, ni que la oposición haya denunciado las elecciones municipales del año pasado como un fraude monumental. Tampoco lo detuvo la crisis en la vecina Honduras, donde una iniciativa similar por parte del presidente Manuel Zelaya derivó en el golpe de Estado que hoy tiene al país con un gobierno de hecho, aislado internacionalmente y al borde de una guerra civil.

Aunque pueda parecer provocador, el anuncio de Ortega no es sorprendente. A fin de cuentas está siguiendo los pasos de sus aliados políticos en la región: el venezolano Hugo Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa y el boliviano Evo Morales. También los del presidente colombiano Álvaro Uribe, a pesar de que están en las orillas opuestas del espectro político. Todos han cambiado las reglas de juego para poder quedarse más tiempo en el poder, lo cual indica que el caudillismo, esa vieja enfermedad latinoamericana, está de vuelta.

La principal característica del caudillo es que concentra el poder mediante una combinación de carisma, nacionalismo y abuso de los símbolos patrióticos. "Históricamente es un hombre fuerte, muchas veces de extracción militar, que se convierte en un jefe político que somete las instituciones a su voluntad, en muchos casos con un proyecto de imagen de salvador", explicó a la Revista Semana Michael Reid, editor de Latinoamérica en The Economist y autor de El continente olvidado, un celebrado libro sobre la región lanzado recientemente en el país.

Originalmente el término se refería a los hombres fuertes de las nuevas repúblicas en el siglo XIX, en su mayoría ex combatientes de las campañas de independencia. Pero después se ha usado para referirse a personajes asociados a cierto tipo de populismo que gobernaron por largos períodos a mediados del siglo pasado, como Juan Domingo Perón en Argentina o Getulio Vargas en Brasil, quienes reunían las aspiraciones de sectores excluidos. Muchos apuntan que esa figura en realidad nunca se esfumó del todo. Una definición más amplia incluso podría incluir a personajes como el dictador chileno Augusto Pinochet, el cubano Fidel Castro o el peruano Alberto Fujimori. "Algunos argumentan que la contribución más importante (y colorida) de Latinoamérica a la ciencia política es el caudillo", aseguraba hace poco The Wall Street Journal.

"El populismo del siglo XX recicla la figura del caudillo como dirigente nacional, popular, o como quieran llamarlo, y esos dirigentes populistas desdibujan las fronteras entre líder, Estado, gobierno y partido. Hacen un régimen personalista y por su propia naturaleza desintitucionalizador -explica Reid-. Y obviamente hay ecos bastante fuertes de esa tradición en el liderazgo de Hugo Chávez en la región".

La figura del hombre fuerte está tan arraigada en la cultura política que muchas memorables novelas latinoamericanas están dedicadas al tema, e incluso se habla de 'La novela del dictador' como un subgénero. Yo, el supremo, del paraguayo Augusto Roa Bastos, está basado en José Gaspar Rodríguez de Francia, el caudillo que aisló a Paraguay durante más de 25 años a comienzos del siglo XIX. Otro dictador, el venezolano Juan Vicente Gómez, quien gobernó durante 27 años hasta que murió en 1935, inspiró al protagonista de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. El peruano Mario Vargas Llosa escribió La fiesta del chivo, sobre Rafael Leonidas Trujillo, quien detentó el poder de facto en la República Dominicana desde 1930 hasta su asesinato en 1961, aunque formalmente mantuvo una fachada constitucional e incluso renunció a la reelección en 1938 para volver cuatro años después. Y el argentino Tomás Eloy Martínez es famoso, entre otros, por sus libros dedicados al peronismo, La novela de Perón y Santa Evita.

El hombre fuerte es la salida a una situación desesperada, como escribió hace poco el mismo Martínez en una columna de prensa. "De ahí que la figura -llámese cesarismo, bonapartismo, bismarckismo- sea tan familiar en América Latina, donde, desde las revoluciones independentistas, la mayor parte de las naciones, castigadas por sucesivas crisis políticas y escenarios de transición, conocieron más caudillos que soluciones institucionales".

Cuando la democracia se afianzó en la región, casi todos los países optaron por ponerle barreras constitucionales al poder Ejecutivo. En algunos países centroamericanos se habla de artículos 'pétreos', o inmodificables, entre ellos los que regulan los períodos presidenciales. En Honduras, por ejemplo, gran parte de la crisis se debe a que Zelaya, con su ambición reeleccionista, intentó cambiar uno de esos artículos, lo que se tipifica como traición a la patria. "Prohibir la reelección no fue un capricho -explica César Rodríguez Garavito, coautor de La nueva izquierda en América Latina-. Fue una reacción histórica a los abusos que se habían cometido en distintas partes de América Latina cuando era permitida".

Si la lección en teoría estaba aprendida, ¿por qué precisamente ahora resurge la figura de estos nuevos caudillos con tanta fuerza? Para Rodríguez, se trata del desgaste y el descrédito de la democracia representativa, que se refleja en la crisis de los congresos y los partidos políticos, "aunado a un regreso de figuras individuales que dividen el mapa político y se lanzan estratégicamente como proyectos individuales, sin un proyecto ni ciudadano, ni de movimientos sociales, ni de democracia participativa que haya sido suficientemente exitoso para cerrarle el paso al caudillismo".

También hay que considerar que los últimos años han sido de bonanza para las economías latinoamericanas, lo que ha permitido que los presidentes fueran extraordinariamente populares, pero eso podría cambiar en tiempos de vacas flacas que amarguen el ánimo popular. Lo cierto es que esas barreras han ido cayendo en los últimos años. En Venezuela, Bolivia y Ecuador las nuevas constituciones, nacidas en el proceso de 'refundar' los países, permitían una sola reelección. Pero a Hugo Chávez no le bastó, y aunque su propuesta para quedarse indefinidamente fue inicialmente derrotada en un referendo en 2007, ignoró ese resultado y la logró imponer en el 'repechaje' de este año, con lo que tiene las puertas abiertas para perpetuarse en el poder. Muchos temen que sus socios en el Alba le terminen siguiendo los pasos, como parecen sugerir los planes de Ortega.

No se trata sólo de la reelección. La idea de democracia plebiscitaria, que se está imponiendo en Venezuela y amenaza con hacer carrera, ha encendido las alarmas y, como efecto indirecto, tiene incendiada a Honduras. Chávez ha creado un modelo basado en diluir la separación de poderes y hostigar sin pudor a los opositores políticos. Y como se apoya en mayorías alcanzadas mediante el populismo, suele parapetarse detrás de las mismas instituciones democráticas que pisotea. Si no se habla de dictadores, es porque alcanzan a entrar dentro de ciertas reglas de juego electorales. Pero la línea se antoja cada día más delgada y la democracia latinoamericana, basada en la pluralidad, el juego de los partidos y el respeto de las minorías, parece al borde del abismo.
Revista Semana, agosto 3 de 2009

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