martes, 12 de agosto de 2008

La mano dura triunfa

"Esto, lo que necesita, es mano dura", se oyó decir, como se oía el saludo, a los ciudadanos de muchas generaciones agobiados por el imperio de mal, entronizado en ciudades y veredas, a partir del simple pillaje: ladrones de todas las layas, raponeros, abigeos, asaltantes de bancos y de caminos, estafadores, violadores, etc. Por instinto natural, el reclamo y la visión panorámica del fenómeno de inseguridad se han proyectado puntualmente sobre el ámbito de la seguridad ciudadana.

Con el telón de fondo de una sangrienta confrontación política secular, y cuando se creía parte del mito, dispersa y diezmada, lejos del protagonismo de los años 60, la progresiva reaparición de la subversión desde diversas trincheras se encargaría de aportarle nuevos agentes de perturbación al escenario, bajo los rótulos de FARC, EPL, ELN, M-19, Quintín Lame y otras organizaciones armadas cuyas luchas privilegiaban necesariamente la conquista de las zonas más vulnerables: campos y montañas del territorio, donde la ausencia del Estado ha sido, y sigue siéndolo, la constante histórica.

Vanos todos los discursos y los protocolos por alcanzar una paz elevada a las alturas de la utopía, por lo general los gobiernos pretendieron su conquista mediante el recurso de fusiles y tanques obsoletos encomendados a huestes campesinas impreparadas y hambrientas. Sin embargo, aún reforzada con millonarias inyecciones en dólares, como el Plan Colombia, hasta hoy la iniciativa ha sucumbido a la antigüedad y al mismo tiempo a la modernización de un enemigo parapetado de manera geoestratégica y fortalecido económica y militarmente por la industria más lucrativa del mundo: el narcotráfico.

Como si lo anterior no fuera lo suficientemente letal para una nación mayoritariamente rural, sumida en la desesperanza, la miseria y el olvido, a su vez el narcotráfico armó, consolidó y extendió sus tentáculos y su maquinaria bélica y criminal por vastas zonas del país, a partir de la semilla de las llamadas autodefensas, "los muchachos", como en tono eufemístico los denomina el Presidente actual, legalizadas en Antioquia durante su mandato como gobernador, bajo el más paradójico y perverso apelativo que pueda imaginarse: las "Convivir".

Con la fuente inagotable de recursos provenientes del tráfico de drogas, de la extorsión a las multinacionales del banano, el carbón y el petróleo, del secuestro, y ya sin ningún discurso político que ofrecer, la guerrilla más antigua del mundo ha desdeñado olímpicamente el clamor nacional e internacional en su contra, pues sus intereses particulares son probadamente los de consolidarse en el negocio. Con los mismos recursos y con métodos similares, el narcotráfico optó por una alternativa mucho más ambiciosa, más sutil y más audaz: Acceder a la vida política.

Mientras la subversión tradicional arrasaba poblaciones enteras y secuestraba alcaldes y concejales de las más remotas zonas para imponer allí sus designios, el narcotráfico —que a punta de plomo y descuartizamientos con sierra eléctrica completó la masacre en grandes regiones— los involucraba a su proyecto, pero apuntaba mucho más lejos: a las gobernaciones, a las asambleas y al Congreso, y con ellas acceder a la primera magistratura. Dos décadas atrás, ya la cabeza visible de la mafia, Pablo Escobar, había hecho su arribo al poder legislativo al obtener en las urnas el favor de los más pobres de las comunas de Antioquia.

A efectos de su triunfo político, tan explicablemente dadivoso con la población más vulnerable, y a efectos de su imperio delincuencial, tan terriblemente criminal contra la sociedad, Escobar y toda una generación de capos famosos sucumbieron a la demencia del oro fácil, pero dejaron una nefasta herencia imposible de calcular y con ella a un país hipotecado a los intereses del tráfico de drogas, por donde se le mire, pero sobre todo en la cultura que sembraron: La cultura traqueta, extensiva a todas las capas de la sociedad y de la política.

A este propósito, resulta bien singular la percepción que los colombianos tienen sobre el pasado reciente del país, sacudido entre otros males mayores por el narcoterrorismo, y la coyuntura política actual. Esa franja intangible de la sociedad que entraña el concepto abstracto y de alguna manera tangible de "opinión pública", parece haber hecho, de manera inexplicable, un corte de cuentas entre las irreparables consecuencias que dejaron las acciones terroristas de los carteles de la droga y el momento actual, cuando el país se moviliza unidireccionalmente contra la delincuencia subversiva.

Para una mayoría, la perspectiva de un país en paz pasa por resolver "el conflicto armado", que a su manera de ver está exclusivamente en "las montañas de Colombia", y no en el conjunto y en la generalidad de los problemas derivados de la existencia de ejércitos al margen de la ley, cuales son la guerrilla y los paramilitares, que inclusive ya operan aliadamente. En este río revuelto, en que la primera víctima es la verdad de la Historia, las llamadas ONGs suelen agitar las banderas de los derechos humanos y otras reivindicaciones, pero al mismo tiempo dejan en evidencia su proclividad hacia la subversión. En contraposición, los postulados de la "Seguridad Democrática" del gobierno reconocen subjetivamente que los problemas de violencia y desplazamiento masivo y sus enormes secuelas son apenas producto de la acción guerrillera.

No obstante la presencia de millones de desplazados en busca de una moneda en los semáforos y en las esquinas de las principales ciudades, y lejos de los ruidos y de los escenarios de la violencia generada por unos y otros, es así como el celador, el lustrabotas, el taxista, el ama de casa, el universitario, el ejecutivo, el industrial, fortalecen con su consentimiento o con su indiferencia la popularidad del Jefe del Estado, porque en el fondo el discurso de la seguridad reivindica su mayor prioridad, inclusive por encima del frenético desplome en la calidad de vida.

Al ritmo, y al precio que sea, de una generación compulsiva por el boato, por los relojes Cartier, por burbujas blindadas como no las hay tantas en el tráfico automotor de Buenos Aires, Los Ángeles o Montercarlo, por la vida sibarita, por mujeres a lo "Guardianes de la Bahía", por bacanales y por mansiones al estilo Luis Miguel o Julio Iglesias, es Colombia un país donde el carnaval y los goles se celebran por igual con pocos o con muchos muertos.

Al menos según se deduce de la popularidad récord de su Presidente, es este un país convencido de que por haber vuelto los turistas a las carreteras —para lo cual, como en Afganistán, Bosnia, Irak o ahora en Osetia es necesario movilizar a las Fuerzas Armadas— no está al borde del abismo, sino del sueño americano...

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