Phyllis Rodriguez y Aïcha wel-Wafi (Andreas Rentz/Getty Images)
Esta es la historia de dos madres. Una de ellas se llama Phyllis Rodriguez; tiene 68 años y es profesora a tiempo parcial para adultos analfabetos. El 11 de septiembre de 2001 se fue a dar un paseo matutino por los jardines del Bronx, en Nueva York. Cuando volvió a casa, su portero le avisó de que las Torres Gemelas estaban ardiendo. Subió corriendo, encendió la televisión y vio que no era un incendio: era el mayor ataque terrorista perpretado en suelo estadounidense, justo donde trabajaba su hijo Greg. Intentó llamarle, pero fue inútil. Según pasaban las horas, la verdad se hacía más innegable: Greg había muerto. Phyllis aún recuerda cómo el dolor que se adueñó de ella en los días siguientes fue dando paso a la ira.
La otra madre se llama Aïcha el-Wafi, una musulmana de origen marroquí. El 13 de septiembre tuvo que aceptar que su hijo, Zacarias Moussaoui, era el hombre más odiado del mundo: había sido identificado como uno de los autores intelectuales del atentado. La prensa abordó su casa. "No pude dormir en toda la semana", le cuenta al Village Voice."Unos extremistas islámicos de Inglaterra le habían lavado el cerebro a mi hijo, el hijo con el que nunca tuve ningún problema. Aunque no soy responsable por las decisiones que ha tomado, me siento culpable porque le di a luz".
Fue en esos días de intensa emoción y cobertura mediática cuando Phyllis vio la foto de Aïcha en el periódico. Se estremeció. Había algo familiar en esa cara. "Conecté con ella como madre", explica. "Me dije: 'querría conocerla'. Me daba mucha lástima, pero a la vez pensaba: 'Bien por ella, por luchar por su hijo'". Pero no dejaba de ser la madre del posible asesino de su hijo. "No podía llamarla", describe.
Irónicamente, la oportunidad se presentó el año siguiente, cuando el presidente de un asociación a favor de la reconciliación entre familias afectadas propuso que se conocieran. Aïcha iba a ir a Nueva York a defender a su hijo ante el tribunal. Phyllis aceptó. Lo que pasó ahí les cambió para siempre.
Aïcha entró en la sala, rodeada de gente. Miró a Phyliis a los ojos y dijo, "No sé si mi hijo es culpable o inocente, pero quiero pedirte perdón por lo que te ha pasado a ti y a tu familia". Impulsivamente, Phyllis la abrazó. El perdón que le otorgaba a Aïcha, cuenta, actuó como un bálsamo instantáneo para todo el año de luto, dolor e ira.
Las mujeres se fueron conociendo; Aïcha era valiente y tenía sentido del humor. Se había casado muy joven, fue víctima de violencia doméstica muy pronto y crió a sus hijos sin su marido. A las dos les gustaba cocinar, coser, y les unía el amor por sus hijos perdidos. Aïcha le enseñó una foto de Moussaoui con el uniforme del colegio. Phyllis no se quedó atrás y también contó historias de Greg. Al terminar la reunión, Phyllis dijo, "Quiero darte todo el apoyo que necesites. Cada vez que vengas a Estados Unidos, quiero estar a tu lado".
"No lo dije por amistad", recuerda Rodriguez."Fue sinceridad. Iba a venir a Estados Unidos a enfrentarse a unas circunstancias terribles; si fuera al revés, ¿qué necesitaría yo? Apoyo. Y amistad; así que monté una organización de apoyo a Aïcha".
Este nuevo e improbable vínculo dio sus frutos. Phyllis ayudó a Aïcha con su juicio. Su marido, Orlando, testificó en contra de su pena de muerte. Se convirtieron en hermanas, opuestas políticamente pero idénticas en el fondo. Durante el jucio, desayunaban juntas todas las mañanas y cenaban todas las noches. Hablaban de todo; paseaban alrededor del juzgado... Un día que Moussaoui se negó a dejar entrar a su madre en la sala, Phyllis la consoló. "Al ayudar a Aïcha a superar la culpa que sentía por no haber impedido la situación, me estaba explicando esas cosas a mí misma también. Le decía: 'hiciste lo mejor que pudiste'. Pero también le decía a mi", asegura.
Moussaoui terminó declarándose culpable de todos los cargos, supuestamente para lograr una sentencia más favorable, aunque no está claro que haya tenido nada que ver con el 11-S. De nuevo, Aïcha se refugió en Phyllis: entrar en el mundo de las familias de las víctimas le ayudaba a sentirse mejor.
Hoy, su amistad sigue tan fuerte como entonces. La atea de ascendencia judía de Nueva York y la islamista de Marruecos son una lección viva del poder del perdón y la tolerancia. "¿Cómo aceptas la muerte cuando no crees que hay vida después de la muerte?", se pregunta Phyllis. "Lo único que puedo hacer es no sucumbir a la tragedia y evitar que mi pérdida defina mi identidad. La pérdida siempre va a estar ahí, pero no sufro; de hecho, cuanto más bien hago a través de ella, mejor. Ayudo a Aïcha, hablo con las madres más comprensivas de esta tragedia e intento entender qué lleva a la gente a cometer actos extremistas como el 11-S. Todo eso me ayuda a superarlo todo. ¿Qué podemos hacer para evitar que la gente esté tan furiosa?".
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